
Sebastian Smee. Frecuentaste mucho a Picasso en la época en que vivía en París. ¿Te impresionaba ya su trabajo?
Lucían Freud. Si, totalmente, algunos de sus cuadros me parecían magníficos.
S.S. Me contaste que te pidió que eligieras algunos cuadros en su estudio...
L.F. Pasé varios años en París tras mi encuentro con Carolina Blackwood. Estuve siete u ocho veces y me enseñó numerosas cosas. Había filas de cuadros alineados en su bonito estudio de la calle de Grands-Augustins y no dejaban de acumularse. Me pidió que le indicara mis preferidos. Yo entendía su francés porque era español; entonces, me costaba mucho entender a los franceses.
S.S. ¿Cuántos cuadros había?
LF. Alrededor de 250. Tardé un buen rato en mirarlos todos y, finalmente, seleccioné siete u ocho. Entonces, me dijo: «Me alegro de que te gusten, porque son parte de los que pinté la semana pasada». Fuera o no verdad, es otra cosa.
S.S. Es interesante recordar que, en aquella época, Paris era una ciudad muy excitante. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué en Francia no se ha producido nada interesante en el arte desde los años 60?
L.F. Yo me hice la misma pregunta. Siempre me ha sorprendido la extrema malevolencia de los franceses. Pero me decía a mí mismo: «No importa, siempre que sean capaces de producir cosas tan maravillosas...» Yo no tengo los mejores modales del mundo, pero cuando llegué a Francia por primera vez no podía creer lo que estaba viendo. Andabas por la calle y la gente te empujaba si no te apartabas de su camino. Y detectaban a un extranjero a la legua. Yo hablaba un poco francés, pero era fácil adivinar que no era autóctono. Se reían y te hacían repetir diez veces la misma pregunta... Eran realmente groseros, y ni siquiera de forma sarcástica; te trataban con un menosprecio absoluto.
David Dawson. En París, frecuentaste mucho a Giacometti.
L.F. Sí, y fue muy bueno conmigo. Salíamos mucho, comíamos juntos y solía acudir a su estudio.
D.D. ¿Hizo algún dibujo o alguna escultura de ti?
L.F. Dibujos. La mayoría no eran muy parecidos, pero algunos sí. En Londres, lo llevé a ver los cuadros de Francis [Bacon] y lo acompañé a la National Gallery para ver a Constable, que siempre me ha gustado mucho. Me dijo que no le 'hablaban' en absoluto. Pero le encantaba Turner.
S.S. ¿Y Balthus? ¿Tuviste ocasión de conocerlo?
L.F. Sí, lo frecuenté mucho. Él también hizo un dibujo de mí. No es muy bueno, pero sí muy parecido, supongo.
S.S. ¿Qué impresión te causó?
L.F. Me pareció muy pomposo. Unos ricos mecenas ingleses lo financiaban. Era muy reservado y hablaba de esta forma: «Encuentro curioso que puedas disfrutar con su trabajo». Muy extraño. Vestía de forma elegante, llevaba pajarita y encargaba todas sus prendas en Inglaterra.
S.S. ¿Te gustaba el trabajo de Balthus?
L.F. Me gustó la primera vez que lo vi; luego dejé de apreciarlo poco a poco. Y como su trabajo no evolucionaba, busqué una explicación. La única que encontré fue que yo mismo había mejorado. Acabé por encontrar un lado teatral a los aspectos de su trabajo que en un principio me gustaron.
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D.D. ¿Se encontraba Duchamp en los alrededores cuando tú estabas en París?
L.F. No trabajaba. Pasaba la mayor parte del tiempo en Nueva York, donde era «un personaje famoso y misterioso».
S.S. ¿Te parece interesante como artista?
L.F. Sí. Pienso que por momentos te cuesta creer lo que estás viendo, por lo extraordinaria y viva que es la calidad. Su gran idea era deshacerse de todo lo que no fuera pura inteligencia. Quería ser el último artista. «Lo menos que puedo hacer -decía- es hacer imposible la práctica de la pintura». A mi modo de ver, era un personaje de una extraordinaria vivacidad.
D.D. Tristram Powell realizó en 1966 una muy buena película de entrevistas con Duchamp.
L.F. Absolutamente formidable. La entrevista termina así: « A raíz de las cosas extraordinariamente finas y brillantes que nos acaba de decir, y en las que subrayaba que la pintura ya no tiene motivo alguno de ser, ¿puedo preguntarle con el mayor respeto por qué nos sigue proporcionando el placer de ofrecernos su trabajo?». Duchamp: «La vanidad». Fin de la película. Prodigioso, ¿verdad?
S.S. Una de las fotos de Bruce Bernard es una parodia del cuadro de Courbet El estudio del pintor, contigo en el papel del artista y Leigh Bowery, a tu lado, en la pose del modelo desnudo.
L.F. Sí, contribuí un poco en la puesta en escena de esta foto. Me interesaban mucho los autorretratos. Prefiero el autorretrato por encima de todo. Este cuadro siempre me ha parecido absolutamente admirable, porque es al mismo tiempo íntimo y prosaico.
S.S. ¿Hasta qué punto se conoce a alguien viendo su retrato?
L.F. Mucha gente tiende a mirar un retrato no como una obra de arte, sino para buscar un parecido con el modelo. Me parece un profundo error, pero, sin embargo, es muy interesante. Por ejemplo, hace algunos años, mientras trabajaba en un autorretrato, me encantó oír a la señora de la limpieza decir que había creído verme al entrar en la estancia. Me gusta cuando la gente dice cosas extremadamente contradictorias a propósito de mi trabajo, como «es muy feo» o «es muy bonito», o cuando me preguntan si voy a buscar mis modelos a un asilo.
S.S. Pero, entonces, ¿qué hace que un retrato sea grande? Quiero decir, ¿es algo esencialmente distinto de lo que hace grande a cualquier pintura?
L.F. No. Si tomamos a Rembrandt, la gente que posaba para él eran banqueros, mercaderes, individuos que no tenían nada destacable y, sin embargo, llegamos a creer que tenían una auténtica grandeza espiritual, lo que no era el caso. En realidad, pienso que el planteamiento del pintor es lo que hace que un retrato sea grande. Si miras a los animales de Chardin, te das cuenta de que son auténticos retratos. Esto procede del sentimiento de individualidad, de la intensidad de la mirada y de la atención prestada a las particularidades. Por ello, creo que el arte del retrato es ante todo una actitud. No me interesa pintar cosas como símbolos, retórica u otra cosa. Pienso que la peor banalidad que se puede decir a propósito de una obra de arte es que es intemporal. Esto activa en mí una especie de pánico. La idea de que algo va mal si la obra da la impresión de estar anclada en el instante es insensata. Uno de los puntos comunes de todo gran arte es que te implica personalmente. Lo mismo ocurre en literatura. Una de las cosas que me gustan especialmente de Saul Bellow es que tengo casi la impresión de haber escrito el libro yo mismo. Existe en esto un grado de convicción que es capaz de arrastrarte de una manera que parece casi innata.
S.S. ¿Qué tuvista ganas de pintar a la reina Isabel?
L.F. Siempre la he admirado, y lleva tanto tiempo aquí... Siempre me ha parecido una persona interesante.
S.S. ¿Lo era cuando posaba para ti?
L.F. ¡Uy, sí! Y muy sorprendente. Tiene la mente muy abierta. Naturalmente, tuvimos varias sesiones de posado. En cierto momento, recuerdo haberle dicho: «Quizá le parezca que trabajo de manera increíblemente lenta, pero en realidad voy a 130 por hora, y si acelero, el coche puede dar una vuelta de campana».
S.S. ¿Has tenido la tentación de hacer escultura, como hizo Degas al final de su vida?
L.F. Pintar me parece ya bastante difícil. Pero hice algunas esculturas cuando era joven, una de ellas de alabastro, de un pez sobre una roca. Se la di a mi abuelo, quien, más tarde, me dijo: «¿Sabes?, me gusta mucho esta escultura, pero se la voy a regalar a la princesa Marie; de este modo, cuando hagas tu primera exposición, te comprará algo». Y así fue. Conservé arcilla en el sótano durante un tiempo e hice algunos intentos. Al principio duelen los dedos, pero supongo que a todo se acostumbra uno.
S.S. Reaccionas con fuerza ante la escultura, ¿no es así?
L.F. Creo que me proporciona un placer mayor. Creo que si me quedara ciego, como Degas, me pondría a esculpir, pero a tope.
S.S. Recuerdo que me extrañó cuando te oí decir que te gustan las esculturas de Matisse. No se habla mucho de ellas, cuando son absolutamente asombrosas.
L.F. Absolutamente, sí. Emana de ellas un sentimiento de revelación. Quizá no habrían visto la luz de no ser por Rodin, pero ésta no es realmente la cuestión. Todo procede de alguna parte. Dalí pensaba que su trabajo no tenía antecedentes, pero si te remontas lo bastante lejos, ¡claro que los había!
S.S. Me llama la atención tu apreciación de Matisse. Siempre me has hablado de él en términos elogiosos. La gente evoca generalmente su sentido del color, pero ¿es eso lo que te gusta de él? Tú no eres exactamente un colorista.
L.F. No. Es sólo que, cuando veo una serie de cuadros modernos, los de Matisse sobresalen del lote. Además, lo más maravilloso es su manera de utilizar las formas. La gente admira el lado asombroso e inventivo de Picasso -que no se le puede discutir-, pero, muchas veces, de forma más discreta, Matisse había hecho ya lo mismo con más inventiva aún.
S.S. La mayoría de tus pintores preferidos son del siglo XIX, ¿no?
L.F. Lo sé, sí. y casi todos son franceses. Es bastante extraño.
Entrevista tomada de "La fabrica de Garabatos" , Fotografias escaneadas por Apuntes Críticos.